Huitzilopoxtli es un cuento fantástico
escrito por Rubén Darío, en 1914, en plena etapa armada de la Revolución, cuyo
protagonista viaja a territorio controlado por el General Francisco Villa, consume tabaco mezclado con marihuana que le ofrece un
padre porfirista convencido que nada cambia en México con las revoluciones políticas, la población
indígena continua manteniendo las creencias ancestrales en sus antiguos dioses.
La marihuana sigue asociada al mundo indígena como algo exótico, misterioso.
******Tuve que ir, hace poco tiempo, en una comisión periodística, de una ciudad frontera de los Estados Unidos, a un punto mexicano en que había un destacamento de Carranza. Allí se me dio una recomendación y un salvoconducto para penetrar en la parte de territorio dependiente de Pancho Villa, el guerrillero y caudillo militar formidable. Yo tenía que ver un amigo, teniente en las milicias revolucionarias, el cual me había ofrecido datos para mis informaciones, asegurándome que nada tendría que temer durante mi permanencia en su campo.
—Porfirio dominó-
decía — porque Dios lo quiso. Porque así debía ser.
—¡No diga macanas! —contestaba mister Perhaps, que había estado en la Argentina.
—Pero a Porfirio le faltó la comunicación con la Divinidad... ¡Al que no respeta el misterio se lo lleva el diablo! Y Porfirio nos hizo andar sin sotana por las calles. En cambio Madero...
Aquí en México,
sobre todo, se vive en un suelo que está repleto de misterio. Todos esos indios
que hay no respiran otra cosa. Y el destino de la nación mexicana está todavía
en poder de las primitivas divinidades de los aborígenes.—¡No diga macanas! —contestaba mister Perhaps, que había estado en la Argentina.
—Pero a Porfirio le faltó la comunicación con la Divinidad... ¡Al que no respeta el misterio se lo lleva el diablo! Y Porfirio nos hizo andar sin sotana por las calles. En cambio Madero...
En otras partes se
dice: «Rascad... y aparecerá el...». Aquí no hay que rascar nada. El misterio
azteca, o maya, vive en todo mexicano por mucha mezcla social que haya en su
sangre, y esto en pocos.
—Coronel, ¡tome un
whisky! dijo míster Perhaps, tendiéndole su frasco de ruolz.—Prefiero el comiteco— respondió el Padre Reguera, y me tendió un papel con sal, que sacó de un bolsón, y una cantimplora llena de licor mexicano.
Andando, andando,
llegamos al extremo de un bosque, en donde oímos un grito: «¡Alto!».
Nos detuvimos. No se podía pasar por ahí. Unos cuantos soldados indios, descalzos, con sus grandes sombrerones y sus rifles listos, nos detuvieron.
Nos detuvimos. No se podía pasar por ahí. Unos cuantos soldados indios, descalzos, con sus grandes sombrerones y sus rifles listos, nos detuvieron.
El Viejo Reguera
parlamentó con el principal, quien conocía también al yanqui. Todo acabó bien.
Tuvimos dos mulas y un caballejo para llegar al punto de nuestro destino. Hacía
luna cuando seguimos la marcha. Fuimos paso a paso. De pronto exclamé
dirigiéndome al viejo Reguera:
—Reguera, ¿cómo
quiere que le llame, Coronel o Padre?
—¡Como la que lo
parió! — bufó el apergaminado personaje.
—Lo digo— repuse—
porque tengo que preguntarle sobre cosas que a mi me preocupan bastante.
Las dos mulas iban
a un trotecito regular, y solamente míster Perhaps se detenía de cuando en
cuando a arreglar la cincha de su caballo, aunque lo principal era el
engullimiento de su whisky.
Dejé que pasara el
yanqui adelante, y luego, acercando mi caballería a la del Padre Reguera, le
dije:
—Usted es un
hombre valiente, práctico y antiguo. A usted le respetan y lo quieren mucho
todas estas indiadas.
Dígame en
confianza: ¿es cierto que todavía se suelen ver aquí cosas extraordinarias,
como en tiempos de la conquista?
—¡Buen diablo se
lo lleve a usted! ¿Tiene tabaco?
Le di un cigarro.
—Pues le diré a
usted. Desde hace muchos años conozco a estos indios como a mí mismo, y vivo
entre ellos como si fuese uno de ellos. Me vine aquí muy muchacho, desde en
tiempo de Maximiliano. Ya era cura y sigo siendo cura, y moriré cura.
— ¿Y... ?
—No se meta en
eso.— ¿Y... ?
—Tiene usted
razón, Padre; pero sí me permitirá que me interese en su extraña vida.
¿Cómo usted ha podido ser durante tantos años sacerdote, militar, hombre que tiene una leyenda, metido por tanto tiempo entre los indios, y por último aparecer en la Revolución con Madero? ¿No se había dicho que Porfirio le había ganado a usted?
El viejo Reguera soltó una gran carcajada.
— Mientras
Porfirio tuvo a Dios, todo anduvo muy bien; y eso por doña Carmen...¿Cómo usted ha podido ser durante tantos años sacerdote, militar, hombre que tiene una leyenda, metido por tanto tiempo entre los indios, y por último aparecer en la Revolución con Madero? ¿No se había dicho que Porfirio le había ganado a usted?
El viejo Reguera soltó una gran carcajada.
— ¿Cómo, padre?
—Pues así... Lo
que hay es que los otros dioses...
— ¿Cuáles, Padre?
— Los de la
tierra...
— ¿Pero usted cree
en ellos?
—Calla, muchacho,
y tómate otro comiteco.
—Invitemos —le
dije— a míster Perhaps que se ha ido ya muy delantero.
— ¡Eh, Perhaps!
¡Perhaps!
No nos contestó el
yanqui.—Espere— le dije, Padre Reguera; voy a ver si lo alcanzo.
—No vaya— me contestó mirando al fondo de la selva. Tome su comiteco.
El alcohol azteca
había puesto en mi sangre una actividad singular. A poco andar en silencio, me
dijo el Padre:
—Si Madero no se
hubiera dejado engañar...
— ¿De los
políticos?
—No, hijo; de los
diablos...
— ¿Cómo es eso?
—Usted sabe.
—Lo del
espiritismo...
—Nada de eso. Lo
que hay es que él logró ponerse en comunicación con los dioses viejos...— ¡Pero, padre...!
—Sí, muchacho, sí,
y te lo digo porque, aunque yo diga misa, eso no me quita lo aprendido por
todas esas regiones en tantos años... Y te advierto una cosa: con la cruz hemos
hecho aquí muy poco, y por dentro y por fuera el alma y las formas de los
primitivos ídolos nos vencen... Aquí no hubo suficientes cadenas cristianas
para esclavizar a las divinidades de antes; y cada vez que han podido, y ahora
sobre todo, esos diablos se muestran.
Mi mula dio un
salto atrás toda agitada y temblorosa, quise hacerla pasar y fue imposible.—Quieto, quieto— me dijo Reguera.
Sacó su largo
cuchillo y cortó de un árbol un varejón, y luego con él dio unos cuantos golpes
en el suelo.
—No se asuste —me
dijo—; es una cascabel.
Y vi entonces una gran víbora que quedaba muerta a lo largo del camino.
Y cuando seguimos el viaje, oí una sorda risita del cura...
—No hemos vuelto a ver al yanqui le dije.
—No se preocupe; ya le encontraremos alguna vez.
Seguimos adelante. Hubo que pasar a través de una gran arboleda tras la
cual oíase el ruido el agua en una quebrada. A poco: «¡Alto!»
— ¿Otra vez? — le dije a Reguera.
—Sí —me contestó—. Estamos en el sitio más delicado que ocupan las
fuerzas revolucionarias. ¡Paciencia!
Un oficial con varios soldados se adelantaron. Reguera les habló y oí
contestar al oficial:
—Imposible pasar más adelante. Habrá que quedar ahí hasta el amanecer.
Escogimos para reposar un escampado bajo un gran ahuehuete.—Imposible pasar más adelante. Habrá que quedar ahí hasta el amanecer.
De más decir que yo no podía dormir. Yo había terminado mi tabaco y pedí a Reguera.
—Tengo —me dijo—, pero con mariguana.
Acepté, pero con miedo, pues conozco los efectos de esa yerba embrujadora, y me puse a fumar. En seguida el cura roncaba y yo no podía dormir.
Todo era silencio en la selva, pero silencio temeroso, bajo la luz pálida de la luna. De pronto escuché a lo lejos como un quejido largo y aullante, que luego fue un coro de aullidos. Yo ya conocía esa siniestra música de las selvas salvajes: era el aullido de los coyotes.
Me incorporé cuando sentí que los clamores se iban acercando. No me sentía bien y me acordé de la mariguana del cura. Si sería eso...
Los aullidos aumentaban. Sin despertar al viejo Reguera, tomé mi revólver y me fui hacia el lado en donde estaba el peligro.
Caminé y me interné un tanto en la floresta, hasta que vi una especie de claridad que no era la de la luna, puesto que la claridad lunar, fuera del bosque era blanca, y ésta, dentro, era dorada. Continué internándome hasta donde escuchaba como un vago rumor de voces humanas alternando de cuando en cuando con los aullidos de los coyotes.
Avancé hasta donde me fue posible. He aquí lo que vi: un enorme ídolo de piedra, que era ídolo y altar al mismo tiempo, se alzaba en esa claridad que apenas he indicado. Imposible detallar nada. Dos cabezas de serpiente, que eran como brazos o tentáculos del bloque, se juntaban en la parte superior, sobre una especie de inmensa testa descarnada, que tenía a su alrededor una ristra de manos cortadas, sobre un collar de perlas, y debajo de eso, vi, en vida de vida, un movimiento monstruoso. Pero ante todo observé unos cuantos indios, de los mismos que nos habían servido para el acarreo de nuestros equipajes, y que silenciosos y hieráticamente daban vueltas alrededor de aquel altar viviente.
Viviente, porque fijándome bien, y recordando mis lecturas especiales, me convencí de que aquello era un altar de Teoyaomiqui, la diosa mexicana de la muerte. En aquella piedra se agitaban serpientes vivas, y adquiría el espectáculo una actualidad espantable.
Me adelanté. Sin aullar, en un silencio fatal, llegó una tropa de coyotes y rodeó el altar misterioso. Noté que las serpientes, aglomeradas, se agitaban; y al pie del bloque ofídico, un cuerpo se movía, el cuerpo de un hombre míster Perhaps estaba allí.
Tras un tronco de árbol yo estaba en mi pavoroso silencio. Creí padecer una alucinación; pero lo que en realidad había era aquel gran círculo que formaban esos lobos de América, esos aullantes coyotes más fatídicos que los lobos de Europa.
Al día siguiente, cuando llegamos al campamento, hubo que llamar al
médico para mí.
Pregunté por el Padre Reguera.
—El Coronel Reguera— me dijo la persona que estaba cerca de mí—está en
este momento ocupado. Le faltan tres por fusilar.Pregunté por el Padre Reguera.
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